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VARIOS - off-topic. El mundo exterior
Escrito por Lorenzo Díaz-Pinés   

Corren tiempos malos para el prestigio social de maestros y profesores. Y lo que es peor, tal menosprecio –que empezó con poco aprecio y anda ya cerca de declarado desprecio– no es sino una proyección del actual valor social de la cultura.

Para decirlo claro, la sociedad –en su más extensa generalidad– considera que cultura, instrucción, educación, e incluso principios (Groucho Marx ya avisó) son títulos que no cotizan en bolsa y –comparados sobre todo con arrogancia, ausencia de escrúpulos o astucia– su valor (como herramientas para ganar poder o dinero) se considera muy escaso.

Además –y es más grave– lo apuntado puede no significar, ni mucho menos, que esté teniendo lugar un fracaso de la política educativa: una política concreta sólo fracasa cuando los resultados de su aplicación práctica son distintos de los deseados (no necesariamente coincidentes con los deseables).

Cuando deterioros indiscutidos –por indiscutibles– de la formación de niños y de adolescentes no provocan ipso facto una intensa repulsa general (y la exigencia de inmediato remedio) es porque el adormecimiento ciudadano –inducido quizás– ya ha alcanzado a una extensa mayoría… de la generación anterior a los educandos.

Uno se resiste a pensar que esta somnolencia del cuerpo social sea vista por los poderosos de toda laya como un clima ideal para que ellos –constituidos en casta– conserven su privilegio.

Tales pensamientos, más bien oscuros, le venían a uno a las mientes, mientras –pasea que te pasea– discurría (en su doble acepción) por la “Calle de los Caballeros”, que exactamente así reza su rótulo.

Dejado al lado izquierdo el edificio del antiguo Casino y, después, el Palacio Episcopal, quien escribe llegó a la “Plazuela de los Mercedarios”. Esta placita, de forma rectangular, tiene enfrente la aparentemente bien conservada –aunque en trámites de jubilación anticipada– “Audiencia Provincial” y, encarada con ella, la fachada del vetusto edificio –con reciente y eficaz tratamiento “antiarrugas”–, que tantos años albergó “el Instituto”. Así, en singular, y con artículo determinado por delante; que, durante largo tiempo, no hubo otro; no ya en la ciudad, sino, en toda la provincia.

Incluso cuando un cambio político de breve duración trocó –sólo oficialmente– Ciudad Real en Ciudad Leal, siguió “el Instituto” ostentando el monopolio de impartir la enseñanza pública oficial correspondiente; la cual –según cada una de las mil y una reformas– fue llamándose sucesivamente segunda enseñanza, secundaria, media, bachillerato, entre otros nombres más recientes de cuyo nombre, como Cervantes, no quiere/logra uno acordarse.

También la denominación de los varios posteriores institutos que se fueron instalando en ese hermoso caserón fue diversa.
Recuerdo indeleble es el de ver (y verse) a tantos niños y muchachos de la provincia toda, durante siete u ocho años sucesivos –muy de mañana, final de primavera–, que caminaban temerosos hasta la puerta “del Instituto” para ser examinados “como libres” por unos señores, casi unánimemente considerados muy sabios y muy serios. Que al final, a veces, hasta venían de Madrid para juzgar el aprovechamiento escolar: ¡qué excelente criba las ahora vituperadas reválidas!

Quién iba a decir que, mucho tiempo después –precisamente en ese mismo edificio–, uno habría de enseñar y de medir después el resultado de su docencia. Ya entonces la sabiduría y la seriedad –que también las había– eran valores menos apreciados que antaño. Y a mejor no ha ido después la cosa.

Enredado en estas reflexiones, ya en el centro de la plazuela misma, ve uno cómo se yergue, encaramada sobre un ortoedro de granito, la efigie de un personaje históricamente relevante, en actitud de clamar al cielo: al Cielo también clamó él en vida muchas veces.
Entre esa figura férrea y la imponente fábrica del viejo convento –devenido en instituto– hay muchas historias y, sobre todo, mucha Historia. No va a narrarse aquí ésta última –que no ha mucho se contó ya–, sino algunas de aquellas, más recientes, a más de las que burla burlando contadas van delante (Lope plagiado).

El nombre oficial del último instituto ahí asentado fue “Santa María de Alarcos” (aunque era llamado “el Femenino” por mor de haberlo sido antes sólo de alumnas), hasta que viajó –profes y papeles con él– a la Ronda de Granada, donde ahora vive feliz.
Antes de “el Femenino”, durante muchos años, tuvo su asiento aquí otro Instituto que –con su nombre y sus papeles– acabó en la Ronda de Calatrava, donde, reconstruido a fondo, sigue.

Precisamente el personaje que, desde su pedestal y en ademán admonitorio, preside esta recoleta “Plaza de los Mercedarios” es quien, con el título de Maestro prestó su nombre para denominar en tiempos al instituto ahí instalado; el mismo –ya se ha dicho– que ostenta el flamante ahora existente entre la Ronda de Calatrava y el campus ciudarrealeño de la universidad regional.

Quien conozca estos paisajes urbanos, por vecindad u otra causa, probablemente haya acertado con el nombre completo del personaje representado en la siderúrgica estatua. Si uno no lo ha dicho, es para dejar claro que un paseante inavisado no tiene medio alguno para averiguar la tal identidad: no hay rótulo ni cartel que pueda ayudar al viandante foráneo –o simplemente joven– en la averiguación del nombre del “Maestro”, cuya alzada mano parece querer atrapar el cénit.

Ese señor, cuya biografía –incluso sucinta– necesitaría grandísimo espacio, tuvo aspectos comunes con otro personaje igualmente memorable: Quevedo. Éste vivió y fue vecino en la villa manchega de Torre de Juan Abad (de la que además fue Señor), adonde un rey inicuo le desterró. En un pueblo también manchego, Almodóvar del Campo, nació el Maestro de la estatua. Ambos sufrieron persecución por la larga mano de la Inquisición. Los dos, aunque el texto concreto sólo lo escribiera Quevedo, alzaron contra el poder injusto su palabra: “No de callar, por más que con el dedo…”. Y sobre todo, los dos, además de conocimientos filosóficos y teológicos de alto nivel, escribían en un castellano (que ahora multaría algún bestia por allí arriba a la derecha) verdaderamente sublime.

El Maestro, pues, no tiene nombre. Es un Maestro… anónimo.

¿Se mantiene más tiempo el acertijo, señora Alcaldesa?, o va usted a poner –por fin– el nombre que corresponde al pie de la estatua de la “Plazuela de los Mercedarios”. No mantenga la incógnita: para pasatiempos ya está el sudoku. Basta de anónimos.

 


Artículo publicado originalmente en diario Lanza y www.lanzadigital.com el día 27/3/2009.

Ultima actualización ( 25 de Septiembre de 2009 )
 
 
 
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